El Código Penal que se aplica es hijo de otra época. Fue sancionado hace más de ocho décadas, cuando la sociedad argentina tenía otros problemas y había un contexto en el cual las ideas sobre los delitos y las penas eran distintas a las actuales. Ya esto justificaría el debate sobre la reforma integral de la legislación penal.
Pero además, el Código Penal fue perdiendo organicidad. Por diferentes motivaciones y con lógicas a veces contrapuestas, se fueron concretando modificaciones: unas novecientas reformas terminaron restándole coherencia y dándole desarticulación a nuestro instrumento de punición.
A esto hay que agregarle que la labor jurisprudencial no logró recomponer la integridad de la normativa penal. Las garantías constitucionales y los principios originados en la cultura jurídica moderna no siempre fueron tematizados de un modo uniforme por los jueces, lo cual le sumó disgregación e incoherencia entre las jurisdicciones y a lo largo del desenvolvimiento temporal.
Por su parte, las visiones doctrinarias de los penalistas estuvieron sujetas a críticas y desplazamientos de acentos en el abordaje de los rasgos generales y en los tipos delictivos particulares del derecho penal.
Y por lo menos dos circunstancias especiales se agregan a esto: una es la democracia, forma de organización política que se proyecta a todos los ámbitos y que formula exigencias de legitimidad para ejercitar el poder punitivo. Por otro lado, la persistente sensación de inseguridad también obliga a repensar la función del derecho penal en la sociedad.
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